El aventurero terminó por
sentarse en la penumbra de su viejo cuarto tras un largo viaje. En su época de
juventud, la curiosidad lo había llevado a leer, escuchar e investigar, y no
mucho tiempo después, comenzó él mismo a crear, transmitir y adoctrinar. Concluyó
entonces que su meta en la vida era llegar a ser un gran sabio, quizá, el mejor
de todos los tiempos. Siendo de humilde familia en una vecindad, pronto se dio
cuenta de que todo aquello se le había quedado pequeño. Ni siquiera conocer el
amor lo detuvo allí, pues su falta de inspiración era muchísimo más fuerte que
cualquier otra cosa. Y entonces así, marchó.
Marchó con la idea de que
conocería el maravilloso mundo que había leído en los libros, que había visto
en pinturas y que había escuchado en boca de otros. Ya sólo le quedaba sentirlo
por sí mismo y degustarlo. Cabe destacar que en su largo viaje aprendió cosas
que jamás hubiera imaginado en su pequeña tierra. Visitó numerosas ciudades y
apuntó con cautela cada detalle de sus viajes, intentando no sobrecargar su
liviano equipaje. Sus dotes de artista callejero le sirvieron en cierta manera
para ganarse la vida mientras improvisaba su camino, nunca quedándose más de
diez días en el mismo lugar. Así también, volvió a conocer el amor. De hecho,
mil amores, que en ocasiones le hicieron soñar, volar, crecer, caer y sufrir.
Pero digamos que nada de eso le detuvo para seguir avanzando y enriquecerse con
la belleza del mundo, gracias siempre a un impulso jovial guiado casi por una
fuerza divina.
Llegó el día entonces, en el que
se dio cuenta de lo equivocado que había estado, de las malas pasadas que le
había jugado su imaginación, aspirando a demasiado en su corta e insignificante
vida. Se daría cuenta de que, pese a tener conocimientos, nunca podría alcanzar
su meta de llegar a ser el sabio que siempre soñó. Con el paso de los años y
una vejez que ya empezaba a notársele en el rostro, comenzó a distinguir su
condición de mortal. Tuvo que comenzar a hospedarse en lugares por más tiempo,
llegando a vivir en un mismo sitio por más de cinco años. En ese período de
tiempo, descubrió aún más. Cuanto más sabía, menos comprendía. Eran los
indescifrables universos y todo aquello que envolvía su condición de ser humano
lo que le perturbaba: el no poder descifrar el alma que arraigaba en los
sonidos del aire, cargados de cuentos y cánticos de otras épocas narrados por
otros sabios; el no poder descifrar la tinta de los papiros, las escrituras
grabadas en tablas de barro que, tras haberse convertido en estiércol, ahora
habrían fecundado la tierra en la que crecían los árboles con los frutos de los
que él se alimentaba; el no poder descifrar cada vez que tocaba el agua los
miles de tesoros que una vez se hundieron en el océano y que terminaron
fundiéndose en uno único; por último, y a lo que la desesperación del no
entender le había hecho dejar de prestar atención hacía ya mucho tiempo, el no
poder descifrar las señales del cielo y el significado de cada destello de las
estrellas.
Quedaba tanto por conocer y tan
poco tiempo que empezó a vivir en su propio infierno. La belleza del mundo que
una vez se imaginó por boca de otros antes de partir por primera vez, ya no era
lo que fue. Así que, en un ataque de locura, planeó su último viaje, el que
sería su retorno al hogar.
Este viaje consistió en asumir su
derrota como el gran sabio fracasado, abatido por los conocimientos –ya
desaparecidos en cuerpo pero siempre presentes en esencia– de su propia especie
a lo largo de los años. No hubo día en el que no callara mientras caminara,
navegara o surcara los aires. Entonó y recitó todos sus estudios, sus
experiencias, sus poemas y sus canciones. Y aún hubo más. Enterró todas sus
pinturas y sus escritos por cada uno de los lugares habitados que encontró a su
paso, y al mar arrojó los objetos más valiosos y lujosos que había conseguido
durante su vida.
Así pues, hecho un carcamal, vacío
y descompuesto, llegó a su tierra tras incontables años de travesía. Encontró
su vieja choza tal y como la dejó en su momento, y se sentó exhausto en la
penumbra de su cuarto, vencido por el inmenso mundo cruel que le rodeaba.
‘Que pobre soy’ pensó por unos
instantes el abuelo aventurero cuando se dio cuenta de todo lo material que
había depositado por el camino. ¡Qué vacío se encontraba allí sentado, lejos de
ser lo feliz que debería de vuelta en casa! No obstante, un destello lo deslumbró
por el rabillo del ojo y la melodía de una suave brisa lo arrastró casi por
inercia hasta la ventana más cercana. Observó inmóvil, con la suma ternura y
atención que requiere tal arte y que sólo un gran sabio lograría llevar a cabo
con éxito. Allí quedaba el cielo nocturno, su más indescifrable universo,
abarrotado de estrellas que embriagaron sus penas en la calidez del triunfo,
pues, fueron las luces las que reflejaron en forma de espejo gran parte del
conocimiento que en la tierra jamás podría descifrarse.
Rak Skuder